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Textos ciclo 1 (27/02/19)

Actualizado: 4 mar 2019


Poetas: Camila Charry y Amalia Moreno

Narrador: Jaime Echeverri




Por: Camila Charry


Centro de la casa

Finalmente descubrimos que corremos en pos de sombras tan efímeras como inconsistentes y no podemos encontrar nada que sepa satisfacer a la nostalgia…  

Arthur Schopenhauer

La casa queda en la frontera.

El salitre sustituye la materia

que los ojos en otro tiempo

llamaron luz.

Sobre la piedra hundida

el salitre, por el peso de la hierba

se coagula.

Hemos olvidado todo.

Quisimos echar el río atrás,

devolverle a los huesos su peso,

recobrar el aire que los suspendió un momento

y los batió ahogados entre  la carne.

Pero la casa en la frontera

fue devorada por la hierba

y las fieras la habitaron.

Las vimos acomodarse,

abrir sus fauces,

tajar lo que quedaba.

Nos sucedieron y olvidamos.

La médula  rebanada

bien adentro,

siempre fue el centro de la casa.


Cuando caiga la última palabra

bajo el puente y entre los animales muertos

puertos que hemos olvidado,

aun existirá el recuerdo de la juventud

para constatar que se ha dejado la piel ante el templo.

El amor como el más fiero de los mares

nos devolverá a los pies el esqueleto tibio

de lo que la vida reclamó

para que la felicidad o el tedio

hicieran de nosotros.


Lo desaparecido

Ahora que ha bajado la marea

nombramos estos huesos

pulidos por la lengua de la sal.

Son vértebras que el oleaje no sorteó

y brillan sobre la arena calcinada.

Lejos, en el litoral,

la carne flota  

resplandece también,

pero su claridad  

es la de una flor crepuscular

que aprecia del fondo

la certeza de lo desaparecido.


Apariciones

Qué mueran los dioses, pero no ese temblor de las hojas donde nacen.

Nicolás Gómez Dávila

Como signos los dioses,

su voz sin polvo en las palabras

su voluntad que se vacía y  reverbera sobre la vegetación

después de la lluvia;

su ardor en el corazón de mi perro que palpita;

en el reverso de un derrumbe

que quiebra la razón de lo dispuesto a caer.

Están los dioses en las cosas más sencillas.

En la tenacidad del sol

que incendia la tarde y muere trágico

sobre la carne y en los ojos.

En el cuerpo que se hunde entre la hierba

agitada por el viento que ondula;

en esa limpia ceremonia

que es abrirse el pecho y pasar

lenta la lengua

hasta que ese tentáculo prodigioso

de las entrañas descosa la canción.


Lección de vida

Un par de moscas

se frotan y copulan contra la luz.

Observamos

                  fascinados

el deseo en todo lo que existe.

Ayer apenas nacían.

En este instante luminoso

cuando arden

y sus alas se deshacen contra el cristal de la ventana,

sospechamos la vida.


Fuego de los días

De espera en espera consumimos nuestra vida.

Epicuro

Por acá todo es casi fuego a diario,

el perro olfatea en la cocina

las cenizas de la luz;

eso es la desaparición

la ausencia de la lengua sobre el pan,

los ojos que desean lo que se hunde

en el misterio del mundo.

Yo no sé si es bueno nombrar,

yo no sé,

pero a veces

cuando amenaza el fuego lo más elemental,

uno se pregunta si de esa manera debe ser todo.

En la cocina

la tetera canta exasperada

y el olor a hierro quemado es el único vestigio

de un agua seca y reseca,

inexistente  

entre el fondo negro de la olla.

Otro día es un cigarro que encuentra entre silbidos

el blanco corazón de la colilla que se ahoga,

allí el fuego es pasado,

certeza limpia.

Así también pasa con el cuerpo

y uno sigue preguntándose

qué lo quemará:

una enfermedad en los pulmones,

un carcinoma,

un balazo, una traición.

Quién sabe qué extraño fuego

acabe esta espera.


Segovia

Los perros también se acercaron

pero el hedor los alejó,

a ellos, que han aprendido a destilar de lo amargo

el amable vapor de la belleza.

El cuerpo ladeado se entregaba  al abismo

suspendido de una rama, sus pies se sacudían bellamente,

la cabeza inclinada hacia los ojos de sus padres

parecía vieja, aguerrida

en ese cuerpo hinchado y extraordinariamente joven.

Abierto el vientre dejaba ver  la sangre seca que retenía

los órganos

como una mueca generosa de la muerte.

Los padres se balanceaban abrazados

tristísimos sobre sus propios pies

bailaban al ritmo del cuerpo que pendía de la rama.


La belleza

De lo bello nos conmueve

su feroz manera de palpar

la herida que es el hombre.

Esa es la belleza;

a la intemperie aceptar de ojos abiertos

la vastedad de lo que llega.

Voluntad ciega que nos eleva fuera de los signos,

que nos iguala al parto de las cosas

llamadas a durar apenas el instante

en que se duelen pero cantan.


Meditación

Aquí fumando,

mal hábito deseado,

el letargo es contingencia.

Estirar la mano entre el humo y el cenicero,

amputar la ceniza y de la incisión

extirpar el signo.

Los malos hábitos

se aprenden a escondidas,

mirar bajo el vestido de una monja,

en el vino encontrar la salvación

y ante el gesto generoso de los hombres

confirmar la inexistencia de Dios.

Pertenece al artificio,

a la civilización,

el escándalo.

Por acá, solo el humo que fluye,

la pena del fósforo que no atina

al cuajo.

Cuánta carne sobre la tierra.

Cuántos coágulos.





LAS VUELTAS DEL BAILE   


Por: Jaime Echeverri


Mis manos trazan cada noche un mapa sobre tu piel. Los dedos buscan con su magia la salida del laberinto, la ciénaga donde se hunde toda voluntad. En este momento llamo a la memoria para que encuentre esos momentos en que mis dedos y mi lengua se han estrechado con tu clítoris que se endurece y sale del vello púbico, asomándose a encontrar la mano que tiende su tela como araña o se mueve como cangrejo en busca de la grieta donde estará a salvo, definitivamente a salvo. Mis manos entonces ejecutan ese instrumento de una sola cuerda, acompañados a veces por la boca que busca el resto de su lengua en ese oboe que sobresale entre los pelos en medio de tus piernas. El centro mismo del universo.


Así querría Isadora escribirle a María. Una carta larga donde los dedos estuvieran en cada línea. Hace esfuerzos para recobrar algunas escenas en esa playa lejana y mítica donde la encontró, mientras caminaba siguiendo el rumbo caprichoso del tendido de arena violado por el mar. A estas horas la ciudad parece poblarse de fantasmas y el color cambiante de las cosas trae la tristeza de los amantes que recuerdan los amores perdidos. Isadora casi nunca se detiene a mirar caer la tarde entre los muros grises de los edificios, que empiezan a perderse entre la oscuridad que ahora se empeña en reemplazar al azul del día. Nunca ha tenido tiempo suficiente para sentarse ante la ventana y ver desbaratarse la tarde, deshojándose poco a poco como una margarita. Tampoco ha tenido la paciencia suficiente para sentarse a escribir una carta. Antes de casarse intentó escribirle a su novio una carta muy larga, queriendo, como ahora, revivir el tacto de sus dedos, para buscarse luego el lugar exacto y dejar anidar allí la ilusión de que esos dedos fueran más los de él que los de ella. Pero no pudo pasar de la primera línea, de ese "mi querido" que le quedó flotando en la punta del lápiz. Ese único intento le sirvió para convencerse que las cartas encierran siempre una trampa mortal, que hay una personalidad oculta que las dicta y que nos enajena. Estar en la ventana viendo morir la tarde y sintiendo el deseo, tan vivo como en las tardes de playa, manifestándose en la intención de escribir, la sorprende a ella misma.


Ella, Isadora, bellísima en la luz vermeeriana reflejada en la ventana, representa una especie de cuadro, de retrato maestro, hecho de sutiles miradas que detienen el instante, que luego borrarán las olas del tiempo y el orín del olvido. Ella allí, Isadora del alma, dejándose enceguecer por pensamientos sombríos mientras cae la tarde, siente. Se palpa el cuerpo y siente correr abajo la sangre, su piel se eriza y cada poro hace memoria. Pero, sobre todo, siente que algo se ha perdido en ella misma, irrecuperable, irrecuperablemente perdido.


Así se ve Isadora desde afuera, desde abajo o el frente: la piel tostada por el sol, su pelo negro hace una sombra en el cuadro, punto fugaz por donde se pierde la mirada. El vacío le llena el estómago, colmando de ansiedad hueca e indecisa, indescifrable, el mariposeo en las entrañas. Por eso está quieta en la ventana, intentando escuchar el dulce sonido de su nombre, pronunciado por una boca que muchas veces estuvo cubierta por la suya. Está aprisionada por su propio gesto, tal vez por una trampa de la memoria, que desenrolla su cinta para mostrarle una playa casi tan larga como es de ancho el mar, donde sus pies van dejando huellas leves que el viento se encarga de borrar, mucho antes de que lleguen las olas a lamer la arena y deshacer las cicatrices que dejan los cuerpos sobre ella.


El cuerpo blanco de la arena es parecido al de María, quien aprendió a decir Isadora del alma allí, mientras se bronceaba, deseando que el sol calcinara el pasado grabado sobre la piel. Isadora estaba allí para lo mismo. Llegó a la playa buscando una nueva ruta hasta ella misma y encontró al viejo viviendo en su casa del árbol con María y ahí se quedó, ahí encalló y sus ojos se prendieron a la figura triste de María y a los gestos hechizantes del viejo.


La figura larga en la ventana, al atardecer, cambiando de color, como todas las cosas en la hora mágica de las mutaciones. Vista desde afuera, Isadora parece dejarse mecer por un viento travieso, aunque la ventana está cerrada, aunque un vidrio proteja la tela sin fondo que encierra este marco de cuadro convertido en ventana.


Nada rompe la armonía accidental del cuadro ni el desdén de Isadora por lo que pasa en la calle, ni, más arriba, en el cielo que ahora empieza a cubrirse de humo y ceniza. El cielo parece contener la playa donde ella se enredó con María en un abrazo inexplicable, para descubrir que existen otros caminos, que sus pezones se endurecieron y hubo un momento de estupor antes de enlazarse más a María, sentir su vibración y encontrar una sensación nueva y dulce en el abrazo a otra mujer. Y, luego, sus labios estuvieron juntos saboreando el nuevo gusto, buscando la saliva, inventando los besos.


El tiempo pareció detenerse, o se detuvo, o, posiblemente se desarrolló entero; fue el tiempo completo, desde su nacimiento hasta su desaparición, tuvo todos los tiempos, y fue nada y la eternidad. Se detuvo el tiempo suficiente para Isadora darse cuenta que había encontrado el esquivo afecto, y el vértigo la obligó a aferrarse a María y no pudo ya desenredar el abrazo ni deshacer el beso ni despegar sus manos de esa espalda suave, demasiado cálida, demasiado distinta. Y supo que lo importante es tener un cuerpo para amar, para descubrir o inventar, y se dejó mecer por María Ola Marina, María Mar, Mar que le enseñó que el sexo no tiene sexos, no tiene géneros, ni consideraciones ni moral, y se vio reflejada en el agua que extendía su espejo momentáneo apenas se fugaban las olas. Y vio a sus manos recorrer la piel de María, buscándole una verga fantasmal, aterradora…


Isadora De Las Sensaciones ve pasar el sueño otra vez, ese momento de la iluminación, de la lucidez, como si su vida estuviera ligada indisolublemente al instante en que María se confundió con ella misma y fueron un solo cuerpo y dos sueños cruzados.


Isadora no recordó en ese momento toda su vida, ni que estuvo casada y le gustaba hacer el amor con ese hombre, que ahora "no era más que una rasgadura de niebla en la memoria". Así le oyó decir a María 'cuando hablaba con el viejo. María le había parecido una mujer corriente, pero cuando dijo esas palabras, la miró a los ojos y allí se le quedó. Después buscó el momento de encontrarla sola para verla de cerca y sentir el susurro de sus labios murmurando su historia paralela. Los (lías se convirtieron en palabras, en frases zarandeadas por las olas y, sin saber cómo, fueron enlazando los capítulos hasta formar una sola historia, una misma trama con personajes sin nombre. Y las noches fueron un solo abrazo y una alegría multiplicada por dos, doblada en el silencio.


Al viejo le gusta la rumba. Vive en un único fandango, largo, interminable y está sometido a sus burbujeantes leyes. Lo sigue en las fiestas que los negros alimentan con ilusión durante semanas enteras, acariciando la posibilidad de tocar a las blancas que vienen a visitarlo y se quedan con él en su casa del árbol. Como en los últimos tiempos son muchas las mujeres que han visto en su casa, éste es un fandango especial, soñado y resoñado. Y como Isadora y María se han revolcado desnudas en la playa, queriendo prolongar el abrazo inicial, intentando continuar su acto único de amor, despreocupadas de las miradas de la gente, los negros se miran el bulto entre las piernas, pensando que sólo hay una manera de que estas dos mujeres entiendan para qué sirve el sexo. Y pensando en eso contratan la más ruidosa papayera, amenazando a sus propias mujeres para que no aparezcan en la fiesta.


Los días son demasiado largos. El sol sale demasiado temprano y la marea sube demasiado tarde. El calor se mete entre los poros y se agazapa en el viento, pero se goza el fresco encanto de los sueños despierto… hasta que se hacen realidad la tarde en que llega la papayera soplando todos sus metales desde un destartalado camión, con un motor que ruge tapándole las notas a la enorme bombarda.


Isadora ve pasar la papayera desde el tablado de la casa del viejo y a esta imagen le hace contrapunto con la de una carreta con músicos atrás, las piernas colgando y un nervioso trombón dibujando notas en el aire, cuando los negros inventaron el jazz. Esta tarde María lleva una ligera camiseta blanca templada entre dos puntos. Los hombres que vienen a invitarlas quedan atrapados por esa línea en el pecho. Pierden un momento el hábito de hablar. El tiempo tiene otra brusca detención, hasta que sus lenguas recuperan salivosas palabras de invitación, de ruego, de orden.


Isadora siente celos, aunque también vienen por ella. Sin saber cómo, se escurren entre las sombras de la noche temprana hasta el rancho donde hace ruido la orquesta. La bombarda farfulla su ronca y profunda respiración, marcando el ritmo de un porro, mientras los hombres se pasan el ron y escupen antes y después de cada trago, escupitajos grandes que oscurecen la tierra apisonada por el baile. "La mujer cuando está buena / que vaya por la sombrita / porque algún degenerao / le puede coger la... pita"... alcanza a entender Isadora entre la bullaranga de los chupacobres que se van con todo. Llegan otras mujeres que han estado en la casa del viejo y que ahora ruedan de casa en casa por la playa.


Al entrar las otras, los hombres se ahogan con su saliva. Llueve sobre el tambor. El bombo se atonta al recibir los golpes del mazo. Algo se endurece entre las piernas de los hombres que miran con desesperación y angustiado deseo a las blancas, que tienen decidida su suerte desde el momento en que se planeó la rumba. En el remolino de empujones, manos danzantes caen sobre las tetas y las vergas se abren camino entre los muslos para llegar al vértice mismo de su perdición. Los bailarines marcan el lugar, crean nuevos límites a la tensión que se espesa en el aire y crece de cuchicheos y murmullos a palabras que estallan en los oídos de las hembras mecidas por el ritmo de la envejecida ceremonia. La borrachera balancea los cuerpos, creando muchos centros de gravedad. El deseo se hace sólido, endurece los músculos, endurece el obsesivo cerebro de los hombres, movido alrededor de una idea fija: clavarse a una blanca sobre la tierra gris, hacerla tragar polvo por encima y por debajo, por todos los poros, por todos sus agujeros, mientras la noche llega a su plenitud y en su profunda oscuridad empieza a engendrar el día.


El viejo no ha podido bailar. Desde un rincón ve el remolino perderse entre sus vueltas, chupando de vez en cuando el pico de una botella que llega milagrosamente hasta sus manos. Isadora lo ve al pasar y lo pierde entre una y otra vuelta de su sinuosa serpiente. En cada vuelta un pedazo: la mano recibiendo la botella, los labios abiertos al responder cualquier pregunta de los hombres en su momento de victoria, queriendo machacársela, hacerla resaltar, marcársela en la cabeza.


Isadora siente la noche pasar como un hilo de seda sobre su garganta. Siente la respiración desbocada de los machos, su afán de llegar al punto donde se hunden todas las victorias. Un miedo atroz se le hamaca en el estómago y la hace buscar a su dulce María, queriendo encontrarla y no encontrarla al mismo tiempo, temiendo el contacto de sus ojos con ese cuerpo perdido entre fragmentos de otros cuerpos, adivinado a través de los vacíos que dejan las parejas, presentido en cada mujer dirigida por su parejo con decisión y astucia, o ese remedo de astucia, esa caricatura de la astucia de quienes tienen la obsesión y la impaciencia mezcladas en el pecho. Antes de verla, justamente antes de recibir su resplandor, la ve agarrada fuertemente de la cintura por un brazo brillante, oscuro, correoso. Ve al cuerpo de María estampado en el del hombre joven, musculoso, atractivo, entre los lengüetazos de la luz pálida, agónica. Ve al hombre estrecharse contra ella y a María regocijada con el roce. Imagina sus ojos cerrados, los párpados estremecidos cayendo sobre la otra ribera de pestañas. Y estalla su inteligencia. El mundo se le revela con toda su intensidad. La muerden celos afilados, haciéndole arrozar la piel y tener la sensación súbita de que ella y María jamás serían entendidas o aceptadas en este mundo de hombres, que lo mejor sería nadar entre dos aguas y dejarse llevar, manejar, sumergir en la pasión oscura legalizada por ellos, repetir los gestos de la pasión, el rito vacío de significado. Y se aprieta contra su hombre y le entrega la parte del cuerpo cercana a su vértice candente. Sorprende la sorpresa del hombre al tenerla así de pronto y se siente apretada fuertemente. Imagina la sensación gozosa del cuerpo masculino al saber que su cuerpo no era parte del suyo, sino algo distinto, extraño, ajeno a la corriente de su sangre. Isadora deja dormir su miedo, embriagándolo con las vueltas y caracoleos del baile y espera con los ojos cerrados que pase cualquier cosa.


Entre una y otra tanda de la orquesta se encuentra con María y el viejo, los abraza como si estuviera al borde del patíbulo y se deja arrastrar por la bestia feroz que intenta roerle el interior de la vagina, la ciénaga donde se hunden todas las voluntades, el centro de gravedad y eje de su cuerpo, que ahora más que nunca es realmente el epicentro, el núcleo de la acción, por accidente o por una extraña voluntad, empeñada en hacerle ver estas muecas del mundo, la máscara de la crueldad y la violencia, con una contraparte que tiene el gesto entre inocente y pícaro de María.


Esta rotación, órbita variante que la mueve entre los planetas de este universo, la marea, le hace perder la conciencia. Un murciélago bate sus alas en el diafragma, creando el desasosiego de quien sabe que algo terrible va a ocurrir, que se le está desbaratando el mapa que había logrado vislumbrar, sin saberlo claramente. Sensación igual a la de saber que la cara de María prefiguraba desde siempre el fin de cualquier ilusión.


Isadora supo que María Ola Marina iba a ser una sombra blanca entre los borrachos que la sacaban, un punto fugaz por donde rodó su mirada, el dibujo de una mujer que se encuentra luego deshecha, derramada en la arena, cerca de las oleadas y lengüetazos del agua salada, tan espumante como la saliva en las bocas de los hombres que se pelean el turno por penetrar en la ciénaga húmeda, donde se refleja la luna con resplandores parpadeantes en medio de las piernas, que la misma María no sabía bien si abría desesperada por la sed y el ansia, o por tener a Isadora del alma, diciéndole las dulces palabras oídas en la playa, las mismas dulces palabras que se escurrieron entre los oídos haciéndole tambalear los pensamientos y el orden que ella conocía para todas las cosas. Y el dibujo de esa mujer sobre la arena prefiguraba que Isadora estaría en una ventana al atardecer, recordándola, mirándola tendida en la playa, entre la niebla de un llanto que ahogaba los graznidos de las gaviotas, con las piernas abiertas y, en medio, una victimada rosa roja, vulva despedazada por las entradas, salidas, empujes de más de siete bestias que buscaban masturbarse con ella, sobarse contra ella, engendrar en ella. El viento borró todas las huellas y lo único que quedó fue el cuerpo de María, arrullado por el estertor del mar, por el chasquido constante de su lengua al darse contra la arena. Isadora la recoge en sus brazos y la lleva a la casa del viejo, sudando con su peso, pero decidida a llegar, la fuerza brotándole debajo de la piel.


La llevó hasta allí, lo ve ahora como un sueño repetido, recurrente, monótono. Se vio a sí misma dejándola sobre el corredor, lanzándola hasta el tablado alrededor del árbol. Creyó, como los malos amantes, que un acto de heroísmo la haría merecedora permanente del amor de María, aun sabiendo que esto jamás sería posible, que María no querría verla más, que le disgustaría tener una testigo, una cómplice demasiado cercana a ella misma. Y que la negaría borrándola de su vida al recuperar el conocimiento.


Tal vez Isadora le habría escrito una carta a María, sabiendo que era una ilusión más, continuación de un sueño donde los personajes no tienen nombre y son multiplicaciones de Isadora del Alma, inflexiones enterradas de su voz, diciendo que todo esto es demasiado lamentable para ser cierto.

Isadora desaparece de la ventana, en el mismo momento en que la noche empieza a meterse por ella.



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