POEMAS DE LAURA CASTILLO:
Instante
La abuela solía guardar el pan
en un canasto colgado del techo,
decía que los gatos andaban con su sombra
y en ella cargaban los trozos de pan conseguidos.
A diario, yo preguntaba,
si el gato también anudaba a sus uñas
los gramos de humo que esculpían la cocina.
Ella, con sus inmensas manos recogía mi rostro,
tumbaba sus dedos en la soga
y del techo se abismaba la canastilla.
Entonces yo inclinaba la angustia en los pies,
observaba las figuras humeantes,
la cesta en manos de la abuela,
el gato vigilante en la cornisa
y el fogón hervir en su extensa oquedad.
La abuela siempre supo cómo ser
instante en la memoria.
Desplazamiento
A las tejedoras de Mampuján
Tras el golpe de omisión
en el vientre de la tarde
Mampuján anochece
con un terco afán de dormir.
No hay tiempo,
susurran doce cuerpos en los labios,
hay que cargar hamacas y vasijas,
hay que dejar que la hierba seca
sea el huésped que habite la casa,
hay que silenciar.
Lejos,
en lo profundo de una habitación,
una mujer peregrina aguarda
entre hilos y retazos que convergen en sus manos.
Tejer es su forma de nombrar
la ausencia de arraigo
en la punta de los dedos.
Mestizaje
Una mujer negra aproxima sus caderas
como si en su vientre recogiera un golpe de origen.
Observa el borde del camino,
con esos ojos que derrumban memoria,
con el letargo de su boca
mordiendo palabras como agujas del tiempo.
Basta ver su rostro para entender
que la luz situada en sus manos
poco a poco se adormece.
El viento lo sabe:
no hay lugar que cobije su historia
ni que sostenga tanto silencio amontonado.
Posconflicto
“El cuerpo pesa tres veces su muerte”,
me digo, apretando las vértebras de mi espalda
contra el suelo.
Palpitan los silencios de la guerra.
La abuela sufre de Alzhéimer
Ha olvidado la temperatura exacta con que las
gallinas picotean el suelo,
el lugar en el que abandona de vez en cuando sus
recuerdos
y el tiempo en el que el mundo acostumbra amanecer.
A veces, mis ojos tropiezan con ella en la madrugada,
me mira y reconoce la orfandad. No le importa.
A la abuela le gusta caminar de noche
y, mientras lo hace, deja tajos de luz
como si habitara poco a poco el cielo.
Razones
No se necesita la verticalidad del árbol,
no se necesita florecer.
Se necesita el impulso del abismo,
el límite,
la contención precisa
que mantenga el cuerpo adherido al mundo.
Vista al edificio
Un pájaro observa a un hombre escalar la pared.
Ve sus pies ceñirse a los muros
mientras sus manos
arrojan silentes hojas que planean la caída.
Hay una distancia entre ambos cuerpos,
una cuerda
que se agita,
un descender.
Oír el golpe de la tierra,
y un vuelo que asume tanta lejanía.
Pájaro y hombre
construyen a su modo
sus propios abismos.
Arte poética
Las hojas caen del borde de los tejados
y entran de golpe a casa de los poetas.
Sin preguntar, se instalan en las paredes,
cuestionan el silencio,
respiran sobre la pesadez de las manos,
buscan el instante en la palabra.
De golpe, el vuelo de un pájaro revienta
en el papel.
La noche entonces despierta.
POEMAS DE VIOLETA VILLALBA:
Fragmentaria
Víctima y verdugo
Un pensamiento cae como insecto
en la telaraña de mi mente.
Me lanzo sobre él,
lo envuelvo para comérmelo,
agotar sus jugos
y tirarlo después.
El problema es que también soy el insecto.
Matutina
Ayer se balanceaban unos pantalones al viento en la azotea de una casa.
Tuve que concentrar toda mi atención en aquel punto: para mí se trataba de un hombre que colgaba.
Hoy se mece una camisa sobre un cuerpo invisible.
Trozos
Repartidos entre mil voces,
trozos de piel.
Si alguna vez logro juntarme,
¿quién seré?
Anuncio
El último yo me lo dijo:
-Te despojarás de mí tan pronto cruces la puerta.
Al volver, la casa estaba en ruinas.
Diccionario imaginante
Cinismo
el mal disfraz
de un alma herida
Vivir
caminar a tientas
por un suelo de vidrio
Insomnio
darle cuerda
a un reloj sin fin
Autodetonación
Explotó en pedazos la escritura:
huérfanos quedaron los versos.
Sleepless
La noche es cruel:
insiste en jugar a las muñecas rusas.
Los ojos palpan
como si el cuerpo fuese una caja cerrada.
Viene el grito de la muñeca más pequeña,
intenta salir, alcanzar algo en la superficie
y me araña.
Escribir
artificio de sangre
exorcismo de las entrañas
arder sinceramente
dejarlo todo en el instante
hablarse a sí mismo
dejar de fingir
porque nadie escucha
Ruinas circulares
La casa está oscura y mojada.
Un niño juega con los juguetes viejos
que abandoné tras el destierro.
Jardín: rosas rojas, caracoles, orugas.
Cocina: pastillas de chocolate que robábamos.
Sala: árbol de navidad en invierno.
Comedor: mesa de seis, sillas volteadas, comerse el silencio.
Escaleras: jugar al escondite con las sombras.
Una bomba abrió la puerta de la calle.
Pelotas invisibles quebraron las ventanas.
La golosa quedó sin niñas.
El árbol de feijoa aún las aguarda.
Los gatos siempre vuelven.
Yo vuelvo,
vuelvo,
incorpórea.
La carpa en el jardín,
la manguera,
los disfraces para ser como mi madre.
Hondura
¿cómo arrancarle la piel a las cosas,
cómo quitarnos las máscaras sonoras,
el ruido del rostro,
deshacer la tela,
descocer los hilos de la palabra
hasta la desnudez?
Yo
No es un yo, ni dos. Es toda una jauría de lobos luchando por un pedazo de carne.
Celo
Celo
oruga que carcomes las hojas de mis pensamientos
brotes del árbol de la mente
Celo
cuando al fin nos rindamos al amor cierto
tornarás en mariposa
(Otros poemas)
*****
La mente teje un hilo hasta ti. Busca hacia atrás para asir un sentimiento. Este no es el amor, quizá un remedo. Escarbar en el baúl, tarea inútil. Es aquí, en frente tuyo, donde la vida me pregunta qué siento. No si tengo memoria.
Las pérdidas
La mano del jugador retira piezas a su antojo
no es nuestro juego: somos meras piezas
Hay juegos superpuestos, nuestras vidas
las vidas de quienes amamos
A su antojo, pues, va retirando una pieza y otra
no las reemplaza, para qué:
su objetivo es vaciar el tablero
Morir o salirse de la senda de otros
simples piezas de juegos superpuestos
De Prisión voluntaria (Buenos Aires Poetry, 2018)
Caminantes de la cuerda floja
Trapecistas sobre líneas paralelas
pender juntos de un hilo tembloroso
sucumbir a la boca abierta del vacío
que muerde y nombra
Cruzar a la otra cuerda
soñar con ser otro, despeñarlo
arrojar su cuerpo a las fauces hambrientas de Dios
Cortar la cuerda
¿pero cuál?
Cúmulos
El cúmulo de cosas sigue creciendo
no se detiene
crece, crece
la elevación de objetos abstractos
y tangibles de mi vida
Pierdo equilibrio
porque aumenta el montículo
su velocidad
ruido incesante de necesidades
por debajo de los pies
Avanzo por el margen
los márgenes de esta altura
si cayera
¿qué sería de las cosas?
¿qué sería de mí sin las cosas?
Hebra
Un tictac aparece en la cabeza
atraviesa las puertas de aire
que conducen a su cuarto flotante
un hilo jala
una hebra se quedó enredada entre ambos
ambos tiran de ella
se cosen
se descosen
ninguno querrá ser el que deba cortarla
Prisión voluntaria
Tomarnos años para ponernos la armadura
cada pieza
hasta la del rostro
para salir a la batalla
con nosotros mismos
A veces se asoman los ojos
como por entre viejas rejas
y titilan
Quitarse la armadura frente al otro
dificulta la ya terrible tarea de vestirla
con su cárcel de peso y herrumbre
Desforjar la piel adolorida
forjar de nuevo
clavo sobre clavo
martilleo en el pecho
quema soldadura en la garganta
Rechina el pasado
disfraz y ataúd
Escudriñar vigilar
a través de hoyos con la medida de los ojos
gemir sollozar cantar
con la boca sellada
Diccionario imaginante
Realidad
insatisfacción hecha materia
Espera
congelada la ola antes de caer
Perdón
Instantes rotos que se reparan a sí mismos
Astro
Un círculo no tiene esquinas
atajos por donde doblar
un círculo es un círculo
para bien o para mal
Cuál es el revés
hacia dónde se cae
Correr detrás de mí
huir y encontrarse al mismo tiempo
para bien o para mal
si me detuviese, caería
como un astro
que dejara de orbitar
Hondura
Para comenzar
la adicción es solo una
el vicio de caer
lo demás
es añadidura
—hay formas de caer
dentro de nosotros
o por fuera—
delgadas líneas entre los momentos
por donde cruzamos
a la altura máxima de estar vivos
caminar sobre hilos
de la cama a la puerta
de la puerta a la hondura
Origami
El corazón se desdobla
alcanza el tamaño del mundo
ella está en el mundo
sístole, diástole
crece, te desborda
sístole, diástole
la cubren los dobleces
y siempre existe, lo sabes
el peligro de quemarte
la mano que enciende el fósforo
Uno se presta a esas cosas
Me escondo detrás del sueño
leí que es una máscara
leí también
que cada uno tiene varios nombres
los que otros, calladamente, nos ponen
y los que uno mismo se da
por no sé qué razones
Sí, uno se presta a esas cosas
Se busca
el placer
el tiempo de sí mismo
se busca el ocio
el tiempo de los dos
la intimidad con la vida
se busca el instinto
daemon
el ser salvaje
se busca el agua para el pez dando bocanadas
el viento, la ola
para la mujer encallada
se busca que la botella salve al náufrago
que el grito retumbe
Noche
alas de todos los pájaros
se desplegaron
ensombreciendo el cielo
***
Al asilo de tu cuerpo vivo
exiliada de la realidad
******
Siempre habrá amantes en cuartos oscuros
afuera brilla el sol
afuera llueve
y siempre los amantes en cuartos oscuros
Qué sería de nosotros
sin las cortinas cerradas
lo tenue
lo secreto
sin las caricias profundas
en el fondo de la casa
la habitación de al lado
Qué sería del mundo sin los amantes
mientras hacemos las cosas de todos los días
mientras no somos amantes
El mundo se sostiene por los que están amando
los que no están amando
los que nunca han amado
CUENTO DE MIGUEL ÁNGEL MANRIQUE:
Genética popular
¡Oh, papá, pobre papá, mamá te ha colgado
en el armario y yo estoy muy triste!
Arthur Kopit
Con el televisor en blanco y negro aprendí que no era fácil ser verde, que los anteojos podían hacer al hombre, que salida era por donde salíamos, que a veces valía la pena ser pequeño, que una de estas cosas no era como las otras, que si me cortaras la cabeza, eso sería un asesinato, que a veces un sentimiento era todo lo que los humanos teníamos que seguir, que cuando eras niño, era muy sencillo, y que Mary tenía un pequeño canario que era más azul que el cielo. Qué gran sentido del humor.
En las tardes, después del colegio, lo prendía para ver la programación. Luego del himno nacional, una voz masculina anunciaba las series animadas, las telenovelas, los noticieros y las películas de la medianoche, cuando se cerraba la emisión. En esos momentos dejaba que mi cabeza se llenara de toda la ficción, ¿quién será el enmascarado de la luna?; de todo el realismo, lástima que la televisión no sea en color; de todo el sexo, conozco un buen lugar para declararse, ¿quieres venir?; y de toda la violencia moderada del día, ¿qué más nos queda por ver?
Hola a todos, niños y niñas. Quiero darles la bienvenida y agradecerles por venir a ver el programa de hoy. El espectáculo fue escrito por Miguel, y dirigido por Miguel, y protagonizado nada menos que por nuestro viejo amigo Miguel. Si la obra les pareció maravillosa, pueden agradecerle a Miguel, pero si fue horrible, no tienen más que culpar a Miguel.
Miguel [aparece detrás de la cortina]: Gabriela, ¿vas a seguir con eso? ¡Solo ve al piano y comienza la obra!
Gabriela [más tranquila]: El director de escena también es Miguel.
El televisor era un armatoste de madera de veinticuatro pulgadas. Una caja, en apariencia novedosa, que había nacido obsoleta. Ocupaba un sitio privilegiado en la sala de estar, enfrente del enorme sofá de color verde en el que me la pasaba recostado todas las tardes idiotizándome, hasta que se fundió. Aprendí que todo lo nuevo incluía la caducidad.
Rodríguez, mi padre, lo guardó en el cuarto de los trastos viejos, al final del patio.
Así pasaron muchos años. Todo era normal en casa. Vivíamos en un barrio normal, los vecinos eran normales, los amigos eran normales. Éramos una familia normal. O eso creía.
Lo bueno fue que después del desastre del televisor, volvimos a conversar durante las comidas, a oír la radio, a jugar naipes, a leer libros y a preocuparnos por los pequeños problemas de la vida.
Una noche, Rodríguez oyó unos ruidos en el primer piso. Unas voces que lo asustaron. Creyó que se habían metido los ladrones. Rodríguez era paranoico. El crecimiento desmesurado de la ciudad le había generado una sensación de permanente inseguridad. Despertó a Ana, mi madre, que soñaba con una pareja de ancianos que revivían los tiempos de la juventud gracias a un viejo aparato de radio que emitía noticias del pasado. Ella se molestó con Rodríguez.
—¡Es que ya no tengo derecho a soñar! —gritó.
—Perdón —dijo él—, pero aparte de tus gritos, ¿no oyes unos ruidos, unas voces?, ¿como si se hubieran entrado unos extraños en la casa?
—¿Por qué no nos largamos de aquí? —preguntó ella.
—¿A dónde se te ocurre que nos vayamos? No podemos movernos, Ana —susurró Rodríguez.
—¿O sea que estamos prisioneros entre estas cuatro paredes?
—Ana, ¿se te ha ocurrido pensar alguna vez que mientras pasas la tarde siéndome infiel, yo estoy sentado en la oficina trabajando?
—Qué pregunta tan rara, Rodríguez.
—No. Solo tengo curiosidad.
—Nunca me habías preguntado algo así.
—Pues había querido preguntártelo muchas veces.
—Bueno, yo me la paso durmiendo.
—¿Oyes esos ruidos?
Ana percibió unos murmullos en la planta baja como de mujeres que se reúnen a contarse chismes. Prendió la lámpara de la mesa de noche y comenzó a hablar fuerte. Que no la dejaban dormir; que por qué carajos a los vecinos se les ocurría discutir un lunes a las tres de la madrugada; que era una falta de respeto y solidaridad con las personas que trabajaban siete días a la semana, incluyendo el maldito lunes. No sentían vergüenza. Pero ni el escándalo los acalló.
—No son los vecinos —le aclaró Rodríguez.
—Serán Fernando y Manuel haciendo maldades —contestó Ana y se cubrió la cabeza con la almohada.
—Tampoco son los muchachos —murmuró Rodríguez aterrorizado.
Ana se tapó con las cobijas y bostezó.
—Ana, ¿estás despierta?
—¿Qué quieres ahora?
—¿Por qué no te has puesto la pijama de seda que te regalé de cumpleaños?
—¿Qué pregunta es esa? Porque me da frío, tú sabes que soy friolenta.
—¡Pero si estás casi desnuda!
Rodríguez me despertó.
—Manuel, ve a ver qué ocurre abajo.
—¿Y por qué yo?
El sueño me pesaba.
—¿Por qué no vas tú? —refunfuñé.
—Porque soy tu padre y te lo ordeno.
—¿Y qué tiene que ver la genética con la autoridad? Ve tú. ¿Qué tal que sea un asesino? Te sentirías culpable si me llegara a pasar algo malo.
—No te va a pasar nada, no seas cobarde y no seas manipulador.
Desperté a Fernando. Ni de riesgos bajaba yo solo a enfrentarme con un psicópata. Después del tercer «no me joda, déjeme dormir», bajé solo, no sin antes decirle que era un gallina y un perezoso. Para darme valor, canturreé una balada que estaba de moda en una versión de los Headcleaners, «él me mintió, él me dijo que me amaba y no era verdad». Pensé en mi padre: otro miedoso.
Rodríguez prendió la luz de las escaleras y bajó detrás de mí, muy despacio.
—Yo te cubro —dijo como en una comedia de acción.
A medida que descendíamos, el ruido se hizo más nítido. Comencé a temblar. Los oía. A oscuras, atravesamos la cocina. Abrí con cuidado la puerta que daba al patio. Me agaché, me arrastré por el piso y sin darme cuenta volteé el platón de la ropa en remojo: una baba de agua jabonosa me empapó. Quedé oliendo a detergente y a lejía. Continué el avance. Cuando estuve cerca, miré hacia la habitación. La puerta estaba cerrada. Un resplandor intermitente iluminaba la ventana como en una película de terror. Miré a mi padre y le indiqué con la mano que nos devolviéramos.
—Están encerrados en el cuarto con una linterna.
—Mierda —dijo Rodríguez—. Nos van a matar. Los asesinos no piensan en otra cosa.
—¿Qué vamos a hacer, papá?
—No tengo la menor idea. Si nos matan, la culpa es de tu madre. No me dejó comprar esa pequeña arma que me ofreció un sargento del ejército, ¿te acuerdas?
—¿Cuál sargento, papá?, ¿qué arma?, ¿cuál ejército? Hay unos asesinos allá abajo y tú pensando en sargentos.
—Una pequeña pistola calibre veintidós que podía guardar en un bolsillo. Era solo para defendernos, Manuel.
Fernando se levantó asustado.
—¡Soñé que un enano dijo que si volvía a soñar con él me transformaría en adulto!
—¡Deja de decir estupideces! —le grité—, hay unos asesinos escondidos en el cuarto de atrás y tú pensando en enanos, mariquita.
La atmósfera se estaba caldeando, Ana se armó de coraje y se levantó.
—A ver, ¡qué miserables están jodiendo a estas horas! —gritó.
—Ana, ¿podrías cubrirte los senos, por favor? —le dijo mi padre—. No puedes andar desnuda delante de los niños. Podrías crearles complejos.
—¡Cállate!
—Dejen de pelear, pensemos más bien en cómo vamos a defendernos —propuso Fernando blandiendo un martillo.
Bajamos las escaleras como jinetes en desbandada, armados con una escoba, un paraguas y un tomo de la enciclopedia Larousse ilustrada que Rodríguez tomó por un objeto contundente. Nos ocultamos en el comedor. Revisamos las puertas y ventanas. Los cerrojos estaban puestos y la alarma encendida. No había vidrios rotos ni agujeros en las paredes. Todo parecía estar en su sitio. Pero el cuarto del fondo tenía vida propia, estaba iluminado y ninguno de los cuatro quería arriesgarse a investigar. A diferencia de otros padres, estaba seguro de que los míos no darían un gramo de su vida por nosotros.
Sonó el teléfono.
Quedamos petrificados. Rodríguez contestó enérgico, pero enmudeció al instante.
—¿Qué pasó? —preguntó Ana.
—Es la vecina, que no la hemos dejado dormir en toda la noche. Si no hacemos silencio, va a llamar a la policía.
—Que la llame —dijo Ana—, a ver si capturan a los intrusos.
Fernando se durmió de pie. Cuando nos callamos, abrió los ojos.
—¿Los oyen? ¡Son los enanos! —gritó.
Corrimos hacia la cocina. Nos asomamos al patio y notamos el resplandor. Las voces no se oían como las de la gente normal, sino como las de seres venidos del más allá. Ni Rodríguez ni Ana creían en espantos. Yo esperaba, en cambio, que alguna vez se me apareciera uno. Aunque si me hubiera contado sus desgracias, estaba preparado para descreer de la historia. Del miedo, Fernando corrió escaleras arriba y se encerró en el cuarto. Noté que se había orinado en los pantalones. Confirmé la cobardía de mi hermano. Prendí las luces de la sala. Rodríguez reapareció sujetando la escoba, blandiendo el cable de la plancha y con una olla de aluminio protegiéndole la cabeza como un Don Quijote electrodoméstico. «¡No me van a intimidar ningunos hijueputas asesinos!», gritó, «¡esta es mi casa!». Además, se inventó que la había construido él mismo con sus propias manos. Mandó al diablo las supercherías: confesó que no creía en ningunas ánimas benditas del purgatorio ni en patasolas ni en mohanes y que odiaba a los vecinos, que bien podían irse todos a la mismísima mierda.
—No somos los propietarios de esta pocilga —aclaró Ana—. Le pertenece al banco.
—No me hagas quedar mal, Ana. Más bien cúbrete, no querrás que esos tipos te vean las tetas.
Para completar el atuendo, Rodríguez usó la tapa de la olla del arroz como escudo. Mientras salía al patio en busca de aventuras, Ana y yo lo esperamos en la cocina. A esa hora de la madrugada el miedo da un hambre terrible, así que cada uno se tomó un vaso de leche con galletas. Oí cuando Rodríguez arremetió contra la puerta de madera del cuarto. «A la vecina no le va a gustar el estruendo», pensé.
—¡A ver, malparidos! —gritó mi héroe—, los atiendo de a uno.
Pasaron los minutos. Ana me miró como adivinando lo peor. Pero no oí disparos ni gritos de agonía. De lo contrario, mi madre hubiera heredado la casa y un jugoso seguro de vida. Rodríguez volvió a la cocina como un soldado herido en una guerra que nunca ocurrió.
—Manuel, ¿jugaste con el televisor dañado? —me preguntó con los ojos desorbitados.
—No —contesté indiferente—, ¿por qué?
—Está prendido. Esos son los ruidos extraños que oímos. El puto televisor funciona, ¡está vivo!
Tenía el casco abollado, la lanza hecha trizas y el escudo doblado. Ni el Caballero de la Triste Figura lo hubiera hecho peor.
—No hay asesinos, Ana. Puedes mostrar los pechos.
Ana suspiró. Tenía la cara llena de sueño y del color de la leche. Estaba absorta. La vi pescar con el dedo índice las migajas de galleta que quedaron sobre la mesa. Me dio un incontrolable ataque de risa. Rodríguez amenazó con golpearme con el cable de la plancha.
—Debió ser Fernando para hacernos una broma —dije yo, sin parar de reír.
—Solo hay un pequeño detalle que no cuadra, Manuel —dijo misterioso—: el televisor funciona, pero no está conectado a una fuente de energía.
—¡Qué miedo, papá, podría ser el espíritu del monstruo de Frankenstein! Pues le habrá instalado una batería interna al aparato —intenté ser irónico—; ¿sabías que está aprendiendo electricidad en el colegio?
—Lo ignoraba. Y aunque suena verosímil lo que dices, no lo pude apagar, ve a comprobarlo tú mismo.
Los tres corrimos a ver qué sucedía. El televisor, rodeado de una colección de objetos familiares dañados y en desuso, de cosas inútiles, estaba prendido. Esa era la luz extraña que se reflejaba en la ventana. En la pantalla a blanco y negro, una actriz que yo creía muerta actuaba como mujer fatal. A Ana se le quitó el sueño, lo cual no fue ninguna sorpresa. Reconoció la escena de una telenovela de su adolescencia: la historia de una joven campesina que se transforma en una famosa modista, luego de que queda embarazada del señorito de la casa donde trabajaba como empleada del servicio. Un clásico. Rodríguez mandó todo al diablo y se fue a dormir. Intenté convencer a Ana de que buscáramos la batería pero fue caso perdido. Se emocionó cuando descubrió lo bella que era la actriz en la juventud.
—Envejeció mal —dijo—: seguro se gastó la plata en drogas y alcohol. Y creo que hasta se mandó a operar la nariz y a estirar las arrugas dizque para verse más joven. Quedó como una momia.
Decidí también irme a la cama.
—¡Y cámbiate esa pijama mojada, te vas a resfriar! —la oí gritar.
Para adquirir el televisor, Rodríguez se endeudó a doce meses. Los sábados me despertaba y lo prendía. Al rato sentía que entraba mi hermano medio dormido, y se sentaba a mi lado. Pasábamos la mañana y parte de la tarde viendo como zombis la programación. Rodríguez decía que trabajaba en una oficina del gobierno, pero no lo veíamos salir de la casa. Dejamos de asistir al colegio, así que Ana nos instruía, preparaba la cena y, de vez en cuando, para corregirnos, nos lanzaba un zapato. Los oficios de Rodríguez se limitaron a leer el periódico y hacer el desayuno. En la noche, veía los noticieros y los fines de semana, los partidos de fútbol locales, aunque no era seguidor de un equipo en particular. Disfrutaba de las series de misterio y de las películas de acción: ¿cómo te convertiste en policía? Bueno, esa fue una especie de promesa que le hice a mi padre. Ana cultivaba plantas en el jardín del patio y era adicta a las telenovelas. En las mañanas, mientras cuidaba las begonias y los geranios, solía comentarlas con la vecina.
—¿Al fin Valeria encontró a Vittorio? —le preguntó a nuestra enemiga natural, que colgaba la ropa recién lavada.
—Cómo le parece, doña, pero resultó que era un anciano y ella decidió no casarse con él —le contó Ana, mientras abonaba con caca de caballo su planta favorita.
—¡Ay, tan boba! —remató la vecina, exprimiendo las medias y los calzoncillos que sacaba de un platón.
Y luego las dos se ponían a tararear «A dónde va nuestro amor» con actitud nostálgica.
Un día, Ana se apareció vestida de forma extravagante: pantalones anchos de color verde pasto, una blusa de tonos fosforescentes, entre los que se destacaba el naranja, una pañoleta dorada de seda anudada al cuello y peinada con capul. Fernando y yo sospechábamos que nuestra madre se estaba volviendo loca, pero los almuerzos y las cenas que acostumbraba preparar contradecían esta suposición.
—Debe ser la menopausia, a esta edad les da por rejuvenecer —dijo Fernando.
Una noche me levanté a orinar. Oí los mismos ruidos que la vez pasada. Me tranquilizó saber que no eran asesinos, sino fantasmas. Intenté despertar a Fernando para que revisáramos la chatarra, pero me gritó que lo dejara en paz. Rodríguez, desvelado, dijo que no me preocupara: Ana veía la telenovela de la madrugada.
—¿Telenovela de la madrugada? —pregunté.
—Desde esa noche, no se pierde un capítulo —contestó. Me pareció oír que mi padre se alejaba canturreando: «por amor, aprendí a llorar».
Los temas de discusión con Fernando empezaron a ser los últimos videos de mtv, la manera de bailar de Michael Jackson, el origen de los zombis, el aterrador hombre lobo de John Landis, la música de los Headcleaners, lo pasada de buena que estaba Ruth Infarinato, la presentadora argentina de la que nos habíamos enamorado, y el último estreno de hbo. Aunque lo disimulábamos, también veíamos los dibujos animados de Hanna-Barbera. En cambio, Ana se aficionó a una telenovela brasileña.
—¿Al fin el comendador le entregó la carta de libertad a Isaura?
—Cómo le parece que no, doña, porque el viejo se murió.
—¡Ay, señor! Ahora la pobre quedará en manos de Leoncio. Qué crueldad.
Otra noche bajé a tomar leche y la encontré viendo una telenovela colombiana protagonizada por Teresa Gutiérrez.
—¿Te cuento qué pasa? Ella es una madre malvada y en este mismo instante va a descubrir que el tipo raro está abusando de Victoria.
—Estás loca, Ana.
Me acerqué para ver a la actriz, pero inesperadamente el televisor se apagó. Ana se puso de pie, histérica, y sacudió el aparato.
—¿Qué le hiciste?
—Nada.
Ana se entristeció.
—Justo en la escena más importante, ¡qué desgracia la mía!
Lo revisé. Retiré la tapa de atrás, descubrí el tubo de rayos catódicos y una maraña de cables y circuitos, pero ninguna batería.
A la mañana siguiente, Ana le preguntó a la vecina cómo había terminado el capítulo.
—¡Ay!, el tipo atacó a Benjamín y le dijo: «lo que no le pude hacer a tu hermana, te lo voy a hacer a ti».
Iba vestida como bailarina de claqué, levita negra, corbatín y sombrero de bombín como la actriz del Show de Lucy. Me provocó otro ataque de risa.
—¿Vas a alguna fiesta de disfraces? —le pregunté.
—No sabes lo que es andar a la moda, Manuel. Hay que estar a la altura de los tiempos —dijo con afectación.
Me extrañaba su comportamiento, pero mi asombro fue mayor cuando se disfrazó de prostituta parisina de los años cuarenta: tan solo con unos tacones y medias veladas hasta las rodillas. No hice comentarios y me alegró su irreverencia. Las payasadas continuaron. La vecina comenzó a rumorar que nos debían encerrar en Sibaté. A Rodríguez lo llamaban de la oficina, pero él se fingía enfermo. No sé cómo logró que le renovaran por varios meses una incapacidad de tres días. Estaba orgulloso de la administración pública.
Otra noche los encontré pegados a la pantalla del televisor viendo una serie inglesa que narraba el fin de la época victoriana. Rodríguez llevaba un traje blanco y sombrero tejano del mismo color como J. R. Ewing.
—Estoy embarazada —dijo Ana.
—¿Niño o niña?
—Niña.
—Se llamará Lucía —dijo Rodríguez.
Hablé con Fernando. Quería saber cuál era el misterio. Estaba tan anonadado con los extraños parlamentos que salían de aquella máquina que me puse a buscar a los actores escondidos.
Decidimos revisarla. Lo intentamos, pero no pudimos apagarla. El volumen subía y bajaba de manera absurda, sin control. La ausencia de estabilidad vertical dominó la pantalla. La imagen no se quedó del todo centrada, sino que se movía mediante una serie de fotogramas deformados, en un proceso que recordaba la tira curvada de una película de celuloide.
Con unos alicates cortamos algunos cables, pero esto tampoco funcionó. Extrajimos también algunos tubos pequeños. Nada parecía afectar al monstruo. Tenía vida propia. Permanecía prendido día y noche como en las casas de los pobres, los solitarios y los insomnes. Revivió un capítulo de Dimensión desconocida, la dimensión de la imaginación, una zona situada entre el abismo de los miedos del hombre y la cima de su sabiduría. Fernando se quedó pasmado: se dio cuenta de que los protagonistas eran Ana y Rodríguez que regresaban a los distintos pasados que les propuso un viejo televisor. El horror surgió cuando nos reconocimos en la pantalla: estábamos sentados en un sofá desvencijado, idéntico al de la vida real, frente al receptor catódico descompuesto, mientras veíamos el capítulo de la serie de culto de Rod Serling, como en una terrorífica puesta en abismo.
Desperté sobresaltado creyendo que no era real lo que había experimentado. Bajé a la cocina para servirme un vaso de leche. Después de todo, el mundo era una pesadilla o tal vez me estaba volviendo majareta. Atravesé el patio y abrí la puerta. Fernando practicaba artes marciales con Kwai Chang Caine, su ídolo. La familia se había vuelto loca. Mi hermano estaba en un trance místico. Al día siguiente apareció vestido de monje oriental, lo que causó una emotiva aprobación por parte de Rodríguez y de Ana, que actuaban como Los Beverly ricos.
Los miembros de la familia habían cedido a los efectos nostálgicos del televisor. Los oí reír y suspirar. Llorar y maldecir. Me resistí, pero al final caí bajo su influjo perverso. La vecina se adaptó a nuestras rarezas y en el colegio comenzaron a extrañarnos. Mis padres les dijeron a los profesores que teníamos un virus.
Después de un tiempo, Ana dejó de regar las matas que comenzaron a marchitarse. La vecina me preguntó qué le había sucedido a la familia. Yo respondí como Ana me lo había enseñado:
—Ahora somos librepensadores.
A la vieja en realidad le importaba un carajo que fuéramos filósofos de Otraparte o vendedores de perros calientes; estaba convencida de que éramos una partida de marihuaneros, y así se lo hizo saber al resto del vecindario, que nos consideró un mal ejemplo para sus hijos.
A Rodríguez le dieron un ultimátum. Lo despedirían si no se presentaba a trabajar en la oficina. Una tarde, mientras los demás dormían, me quedé viendo un capítulo de Los Muppets. La rana René presentaba un espectáculo de vaudeville con trescientos muñecos y Christopher Reeve. Repentinamente, se cambió el canal del televisor.
—Oiga, jefe, ¿y si llegásemos a un acuerdo con Caos?
—Pero, Max, eso sería como si la policía llegase a un acuerdo con el crimen organizado.
—Bueno, parece que funciona en las grandes ciudades, ¿no, jefe?
Pasé de las carcajadas al misterio. Del terror a la aventura. El espacio. La frontera final. Estos son los viajes de la nave espacial Enterprise en su misión quinquenal para explorar nuevos y extraños mundos. Para buscar nuevas formas de vida y nuevas civilizaciones. Para llegar a donde ningún hombre llegó antes. Épico.
Mis padres me felicitaron.
—Te ves bien vestido del Llanero Solitario —dijo Rodríguez.
—Y eso que no sabes qué tengo preparado para mañana —dije gritando, ¡arre Plata!, mientras le disparaba a una veintena de cuatreros imaginarios.
Ana convenció a Rodríguez de que imitara a Pedro Picapiedra. Él aceptó encantado. No les importó lo que comentaban los vecinos.
Con ayuda de Fernando, insistí en conocer el secreto que ocultaba el televisor. Lo volvimos a abrir.
—Este es el tubo de rayos catódicos principal —dijo—. Ahí debe estar la magia.
Le acerqué un imán y la imagen se distorsionó. Jalé el tubo y el engendro enloqueció: mostró programas antiguos, habló de Zworykin y de Farnsworth, y luego refirió el nacimiento de la televisión. Miles de imágenes se sucedieron con mucha rapidez. Al final proyectó un cortometraje de la llegada de un tren. Cuando el motor humeante comenzó a acercarse a toda velocidad hacia nosotros, estábamos tan convencidos de que íbamos a quedar destrozados de forma inminente que nos levantamos para huir del peligro.
—No intenten ajustarme. No me hagan daño. Estoy controlando la próxima hora —dijo una voz dentro del aparato—. Siéntense tranquilos y déjenme enseñarles los secretos que guardo del pasado, del presente y del futuro. Están a punto de experimentar el terror y el misterio que los conducirán rumbo a lo desconocido, están a punto de conocer el placer de la belleza, el secreto de la alegría, el camino a la verdad…
Fernando lo golpeó con el martillo. Un chorro de aire comprimido, acompañado de una nube de polvo blanco, escapó del dispositivo. El ruido fue diabólicamente espantoso como el de un monstruo gordo que se desinfla. Si la verdad de este mundo existiera, pensé, seguro que no sería humana.
La vecina gritó aterrorizada. De la chatarra siguió saliendo humo. Las imágenes deformadas desfilaron ante nuestros ojos. Se oyeron algunas interferencias de voces incoherentes y música en diferentes frecuencias. Al final, unas líneas horizontales, como las de una persiana gris, invadieron la pantalla. Luego de un extraño gemido, el artefacto se fundió.
El televisor había muerto.
—¿Qué haremos ahora? —se preguntó Ana, triste.
—Se han portado muy mal —dijo mi padre.
—Muy mal. Muy mal —repitió Ana.
—No es culpa nuestra —dije—. Solo enloqueció.
—Sí, no es nuestra culpa —me apoyó Fernando.
—No podemos hacer nada —dijo mi padre—. Vayan a dormir. Mañana tienen que madrugar a estudiar.
—¿Al colegio? ¡Pero, papá! —se lamentó Fernando—. Hace años que no vamos, y allá solo aprendemos a fumar marihuana, créeme. La caja idiota se dañó sola.
—¿Y ese martillo? Las cosas no se dañan solas.
—¡A dormir, zánganos! —gritó Ana—. ¡Dios mío!, qué hice yo para merecer esto. Y les voy dar otra noticia: van a tener una hermanita.
Fuimos a la habitación.
—Ana, te tengo una mala noticia —dijo Rodríguez.
—Desde que vivo contigo no hago sino recibir malas noticias, eso no es nuevo. Un día de estos me vas a matar de un infarto. Un día de estos…
—Mañana tendré que ir a trabajar, Ana, lo lamento.
—¿A trabajar? ¿A esa oficina cochambrosa?
—Sí. Volveré a la oficina. No hay más remedio. El doctor Ordóñez me quiere ver a primera hora. Tendrás que quedarte sola, Ana. Tendrás que encargarte de la casa, tú sola.
—Vete a la mierda, Rodríguez. A la mierda esta casa, la cocina, los hijos, la familia, el jardín, la vecina. A la mierda esta creencia de que dos personas pueden convertirse en un ideal. A la mierda este desamparo, esta pesadilla. A la mierda esta farsa. ¿Quieres ver qué hay en la nevera? Pues unos tomates podridos, un montón de hielos viejos y mantequilla rancia. ¿Sabes qué tenemos? Vidas insatisfechas. Así como lo oyes, vidas insatisfechas. Vidas que no encontraron sentido. Las cosas ya no parecen prometedoras. Me has hecho llorar y has echado a perder mi maquillaje. Ahora ni siquiera tenemos televisor.
—Cálmate, Ana, si aparecen de nuevo los asesinos y te encuentran sola, cúbrete los pechos, Ana.
—A la mierda los asesinos.
—No dejes que te vean vestida así, ¡por el amor de Dios!, Ana. No dejes que te vean así.
—A la mierda, también, tú.
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